No recuerdo los años que llevaba Enrique Ponce sin hacer el
paseíllo en Santisteban del Puerto, (más de quince seguro) y eso que esa
localidad jiennense está a tiro de piedra de “Cetrina”, epicentro del imperio que Enrique consiguió a base de jugarse la vida muchas tardes y de
convertirse en un figurón del toreo de época.
Volvió, vestido de tabaco negro y oro, y se fue en triunfo, aunque la espada no permitiera la salida a hombros. Por delante un toro de El Cotillo que estuvo aprobado en los corrales de Jaén durante la feria de San Lucas del año pasado y que en Santisteban, pese a ser noble, también resultó deslucido por su falta de fuerza. Manejó Ponce con maestría alturas y distancias, enganchándolo al principio y esperándolo después con la muleta retrasada cuando el animal se afligió, lo que ocurrió pronto. Dio pocas opciones de lucimiento, pero Enrique anduvo perfecto en el planteamiento de faena.
El cuarto, de Albarreal, fue otra cosa. Perfecto de hechuras,
sobre el derecho embistió por dentro ya desde el capote, así que con la muleta los primeros toques
fueron fijadores, consiguiendo así meter al toro en el engaño para ligarle
tandas cortas. Más adelante, cuando ya se había hecho con el cuatreño llegaron
momentos en los que toreó con gusto, relajo y composición, lástima que un
pinchazo antes de la estocada se llevara la segunda oreja que estaba más que
ganada. Pero, aún no saliendo a hombros, Ponce dejó la impronta de un maestro
en sazón, y lo mejor es que esa lección la dictó en las mismas tierras que hace más de treinta
años vieron llegar por primera vez a un chiquillo de Chiva que quería ser
torero.
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